Camisa de once varas.



Le dolía el estómago de tanto reírse, nunca lo hacía en presencia de nadie,  no fueran a tomárselo a mal o acabaran acusándola de tener algo que ver.
La ultima había sido la más sonada: el señor alcalde, su mujer, su señora madre y su hija, habían salido en coche descubierto para demostrar a los ciudadanos y votantes que nada extraño sucedía en el camino que salía del pueblo hacia el pueblo vecino,  que ya nadie se atrevía a transitar.

La gran mayoría preferían caminar campo a través, y la diligencia utilizaba la ruta alternativa que tardaba en llegar dos horas más y no estaba en tan buen estado como la vía principal.

Lucía el sol aquella mañana de Domingo cuando la calesa salió del pueblo, acabada la misa y antes del vermut. Nadie se atrevió a acompañarlos excepto el aguacil y dos de sus hombres que trotaban detrás a una distancia moderada.

El alcalde era el único que hablaba, las mujeres callaban y el cochero, hombre bragado que hasta estuvo en la guerra nada decía.

Las dos yeguas blancas iban al paso hasta llegar un poco antes del puente que cruzaba el pequeño rio. Allí se pararon en seco y se negaron a seguir.
La madre miraba a su hijo, su mujer también lo miraba, la muchacha callaba y el cochero hacía por que los animales se movieran sin éxito alguno.
Llegado el aguacil el alcalde seguía dando órdenes sin ton ni son, sin conseguir lo que quería, pasar el puente y demostrar que no había nada que temer.

Las tres mujeres se bajaron de la calesa y decidieron hacerse a un lado del camino, el alcalde pidió la montura del aguacil con la intención de pasar el puente de piedra, por lo menos poder decir que lo había conseguido y no había que temer.

Lo siguiente nadie supo explicarlo, pero el regreso del alcalde, su madre, su esposa, su hija, el cochero, el aguacil y la compañía fue a media tarde, las ilustres personas llenas de abono de origen animal, como se dice en cristiano, mierda. Y los demás hombres con cara de circunstancias, y el puente seguía inexpugnable.

Iba para tres meses que esto sucedía, las primeras dos semanas muchos fueron los que acabaron con sus posaderas en el rio, y fueron los mejor parados. Otros tantos perdieron monturas y mercancías,  nunca antes los peces del rio habían estado mejor alimentados.

Nadie parecía recordar lo que había desatado todo aquello, tan solo la señora Tomasa, que sabía más que hablaba, parecía olerse lo que estaba ocurriendo. Por eso nunca antes se había reído tanto y más cuando vio llegar a el alcalde y toda la corte llenos de olores y  con vestiduras tan primorosas.

Un par de días después, Tomasa se acercó al pueblo, a hacer un par de compras. La tienda de Don Olegario seguía cerrada desde hacía un mes, y la única que parecía estar en la casa era Engracia, la muchacha que servía. Tomasa acudía mucho a la tienda de Don Olegario. Los dos habían visto mundo y disfrutaban de temas comunes, como libros antiguos y extraños, y  magia.

Le parecía muy extraño que no le hubiera avisado de su viaje y que no hubiera dado señales de vida. Llamó a la puerta y salió Engracia a recibirla.
La invitó  a entrar, y le sirvió un café mientras  Tomasa hablaba en voz alta contándole que había venido a traerle a su amigo un libro que él buscaba con sumo interés, y que al final había conseguido.
Se escuchó un estornudo y Tomasa lo llamó:

-       -  Ole, sal que sé que estás ahí y las cosas se están poniendo cada vez más feas. Me da en la nariz que tú tienes algo que ver.
El hombre salió y viendo el libro se abalanzó hacia el cómo niño sobre una tarta de chocolate, después miró a su amiga y no pudo decirle más que la verdad.
-        - La culpa no fue mía: Doña Úrsula la alcaldesa llevaba viniendo más de quince días a la tienda con la excusa de no comprar nada y de que yo le arreglara el problema que tenía.

Se sentaron en la biblioteca y mientras se tomaban el café, Tomasa no podía aguantar la risa: Doña Úrsula podía llegar a ser una mujer muy insistente, vamos pesada.

-       -  Sita,  estaba hasta las narices de que su marido pasase los días de viajes,  reuniones, comidas, y que ella se quedara en el pueblo viendo crecer la hierba. Insinuó que si no tendría yo algo para que su marido pasase más tiempo en casa. Dejó una cantidad sustanciosa sobre el mostrador y yo le di algo inofensivo….

-         ¿Qué le diste? -Lo miró, esperando la respuesta e imaginándose que no podía ser algo tan insignificante.

-         ¿Recuerdas aquel frasco que encontró Don Domingo en su huerta mientras escardaba? pues ese.  Le dije que metiera unos cabellos de su marido, lo cerrara con un corcho y lo anudara con una cuerda que llevara cabellos de ella, que lo pusiera bajo la cama un par de noches para que hiciera efecto.

-         ¿Y? -le preguntó Tomasa-

-         Vino un par de días después con cara de susto, y nada me pudo decir ya que tras  ella venía la suegra y la sacó de la tienda con conversación de que tenían que ir a ver al párroco para asuntos de la Iglesia.

-         Ya me imagino que, visto lo que está ocurriendo, diste excusa de viaje y aquí estas esperando no sé muy bien a que….

El hombre agachó la cabeza:  Tomasa lo sacó de la casa y bajaron a la tienda.

- Tenías que haber mirado antes la procedencia del frasco. A las cosas hay que darles su importancia y dedicarles tiempo, por querer arreglar algo que nos molesta, creamos un problema más gordo.

Estuvieron toda la tarde y la noche buscando en libros la historia del puente, y sobre los pueblos que vivieron con anterioridad en aquellas tierras.
Vino  la mañana, caminaron a pie hasta el puente. Tomasa llevaba unas tijeras y cortó  un hilo invisible antes de seguir caminando.

Llegaron al puente: era demasiado temprano para que nadie anduviera por aquellos lares, el puente era de piedra construido en época de los romanos.
Buscaron en el fondo durante largo rato, hasta que vieron brillar algo entre las piedras, suerte que no hubiera llovido y que el caudal del río no era abundante.

Lo sacaron del río y se volvieron al pueblo. Dos noches después, Pedro el herrero fue el valiente que logró pasar el puente: su mujer estaba de parto y el médico vivía en el pueblo vecino.
Todo salió a pedir de boca, la niña nació sana, le pusieron de nombre Milagros y la bautizaron con agua del rio. No hubo niña con más suerte en toda la comarca.

El alcalde salió perdiendo con todo aquello, pensaba que estaba gafado desde que el caballo lo tiró cuando intentó pasar el puente.
 A su hija su madre la había mandado todo el curso a un colegio, interna por no se qué tontería de un frasco que le había sustraído de su tocador, sin su permiso. Además de haberlo perdido en el puente.  Debía tener un gran valor sentimental. 

No se le pasó el disgusto hasta mucho después.
Su madre cansada de tanta pelea familiar se había ido con su hermana tomar las aguas, sin fecha de regreso.

 Su mujer era ahora como su guardaespaldas: no iba a ningún sitio sin ella,  y no sabía porque razón más a menudo de lo que quisiera, venían a cenar a su casa el anticuario y la señora Tomasa,  la indiana.




Fuente de la imagen Wikipedia, Wikimedia Commons Autor: Pontis21











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Comentarios

  1. Qué bueno, Leonor.Comento finde ,corriendo al médico ,gripazo. Telegrama XD

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    1. Gracias Merit, aquí también viruses, acampados, finde casero, tápate mucho y ponte buena pronto. jajajajajajajajajaja.

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  2. Es un relato curioso, que parece -y es-divertido,pero cuenta otra cosa.

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  3. divertido si es, para reírse también y lo tercero es cierto también cuentas mas cosas. observador que eres, un saludo.

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  4. Respuestas
    1. gracias presentación siempre hay un ratito para leer y escribir uno de estos. buena semana.

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