Sólo uno tenía reloj. Las dos y cuarenta, vamos
tarde. Alguna vez aquello fue una alacena, o un armario, o un hueco que
rellenar. Se apretujaron dentro, eran cinco.
-Una linterna, una cuerda, cerillas, el mapa y un
juramento.
-Un juramento –repitieron-.
-Que se muera quien se chive.
-¿Y que vaya al infierno?
Lo miraron. Todos eran un poco raros, pero Obdulio
se llevaba la palma. Había aportado la linterna y las pilas, porque su padre
tenía una ferretería y era incapaz de sospechar que si algo faltaba el ratero
era su único hijo.
-Conque se muera ya vale.
-¿Y si nos pillan?
-Si nadie se chiva no nos pillarán.
-¿Y si es verdad y está el fantasma del que se
colgó, y el de la loca?
Otra vez miraron a Obdulio. Afortunadamente, a los
críos se les llamaba por el apellido:
Castejón era mucho más respetable.
-Los fantasmas no pueden tocarte –dijo Castillo,
Juan por nombre, un chaval que despuntaba en matemática- Y si eso vas rezando
un avemaría, por lo que pueda pasar.
La hazaña era mover un solo barrote de una enorme
puerta enrejada que daba acceso bajando, siempre bajando, a un sótano. Un
enorme sótano de internado. Se susurraba que fue refugio durante la guerra, que
había en él mil baúles y cosas dignas de ver, ocultas. Que un tal Paco se había
ahorcado y aún colgaba la soga, y que una mujer sin nombre se volvió loca, y
luego (no en el sótano) comió matarratas y se suicidó, todavía rondaba por
aquellos laberintos con una teta fuera, buscando a un hijo perdido al que
amamantar. Había tragaluces, con barrotes, cada tramo. Eso decían los mayores,
los que ya pintaban bigotillo de sexto de Bachillerato o de PREU. Joder, qué
guión. La compañía que acababa de sacar de su sitio el barrote eran conjurados
de Acceso (hoy se llamaría cuarto grado de Primaria, diez años, creo). Obdulio
Castejón era reflexivo.
-¿Y por qué nunca han vuelto, los mayores? ¿Porque se
cagaron de miedo?
-Porque se les pasó el tiempo –Guille, el callado,
acabó de sacar con Frías el maldito barrote suelto- Ya no caben por aquí.
Nadie se chivó, cumplieron el juramento. Y
encontraron muchas cosas viejas e interesantes. Vieron también la soga que
pendía de un gancho, y que hasta se balanceaba porque estaba situada en un
cruce de pasillos con cuatro tragaluces. A la mujer sin nombre no la vieron.
Pérez juró que olía fatal en una sala, lo juró por Dios, que es cosa seria.
Hasta que pateando un poco dieron con el brocal de un pozo cegado, Pérez tuvo
razón y el terror se vistió de ciencia. Iban controlando, más o menos. Cada vez
eran más escasos los tragaluces y el tiempo que les quedaba.
Entonces sucedió. Obdulio Castejón no era un ratero
profesional: había cogido pilas ya a medio usar por no abrir una
caja, y había olvidado traer repuestos. Estaba en una bifurcación, podían verlo.
Se apagó la linterna y empezó a gritar. A gritar de veras, con gritos fuera de
cualquier control.
Salieron, volvieron a colocar el barrote iniciador y
estaban en los bancos de su clase a la hora en punto. Tocaba literatura. Castejón tenía un aspecto tan descompuesto que hasta el maestro se dio cuenta.
Guille se ofreció a acompañarlo al servicio. Castejón era entonces bajito, un
poco pasado de peso, como una manzana rubía y redondita de mejillas rojas, ojos
claros y piel de mármol.
No había visto fantasmas, el rubio Castejón. O sí.
Tras ponerle una mano en la frente y la otra en la tripa para que echara hasta
el agua del bautismo, le quedaba por vomitar. Exigió juramento, de los de te
mueres y te vas al infierno. Vale. Y contó que en las fiestas de su pueblo se
envalentonó porque su padre le llamaba enfaldado y miedica, a la Casa del
Terror. Entrar solo, a pie. Tragó con los sustos, casi ya lo tenía chupado para
salir hecho un bravo. Pero un enmascarado, parte del espectáculo, tuvo otra
idea. Y el redondito, rubio, ojos azules y bucles de Castejón tuvo otra experiencia.
Una que nunca había contado. Luego dicen que los muertos dan miedo.
Imagen: Wikipedia Commons.
Yo he sufrido con el rubio Castejón en la oscuridad de ese sótano. Croe que el fantasma moraba en su cabeza, esa gran creadora de imágenes que parecen tan reales que casi lo son.
ResponderEliminarUn saludo
Lo he cambiado lo bastante como para no ofender a nadie, si aleatoriamente Castejón (para nada apellido, ni nombre) da con el relato. Ni Frías, ni Pérez. He dejado el mío (nombre corto, no apellido) porque eso era asunto propio. Toda leyenda nace de algo real. Feliz Navidad, Carmen, y muchas gracias por tu comentario.
EliminarMucho miedo.Muy sombrío.
ResponderEliminarGracias, Chelo. Lo sombrío está de fondo, en un rincón deliberadamente oblicuo fuera del relato. Quería contar la 'hazaña', y que el trasfondo (uno de los posibles) fuera una larga negrura que ensombreciera sin parecer protagonista.
ResponderEliminarSombrío, pero muy evocador de la infancia.
ResponderEliminarGracias, Juan Marcos.
EliminarMuy buena, mucho.
ResponderEliminarGracias, Sota. Me alegro de que te haya gustado.
ResponderEliminarMuy aterrador.
ResponderEliminarEn cierta manera lo es, Merit. Gracias por tu comentario.
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