Cinco kilómetros de bajada empinadísima por una
carretera estrecha sin parchear, con cicatrices en el asfalto que ya no es
negro, si no gris a tramos. Entre las grietas asoman matas tenaces, polvo
arqueológico, piedras desgastadas y gravilla suficiente como para resbalar. No
me había cruzado con nadie. Normal. Aun así, el silencio tenía peso,
profundidad, textura. Un silencio antiguo, de los que ya no se oyen ni tan
siquiera en la más diminuta de las aldeas. Pacífico, solemne, avasallador.
Más o menos a mitad de la larga cuesta el silencio
parece desdoblarse. Sigue siendo denso y quieto, pero ya no está solo. Tiene
eco. Un sonido grave y rítmico difícil de ubicar; como si proviniera de todas
partes y de ninguna, al mismo tiempo
envolvente y huidizo.
Para saber más, bajar más. La cuesta debía llevarme
hasta la herrería de Compludo, eso aseguraba el mapa. Un mapa puede llevarte a
muchos sitios, incluso ayudar a perderte, pero no incluye extraños sonidos. Lo
que suena es rítmico, grave, un tanto obsesivo, poderoso. Por fin se llega
abajo, al fondo del estrecho valle, y entonces ves. Un edificio agazapado, de
piedra. De él brota el sonido.
Dicen que la herrería está ahí desde hace trece
siglos, cuando un noble godo llamado Fructuoso decidió dejarlo todo y marcharse
de ermitaño al lugar más remoto y despoblado que le vino a mano. Sigue
siéndolo. Otros ermitaños y ermitañas acudieron con ideas semejantes, y aunque
Fructuoso escribió una Regla para todos ellos (en la que se incluye tener buen
cuidado de la herrería y en especial de las herramientas) el código de conducta
contemplaba iniciativas muy diversas. Tanta gente acudió que el monasterio se
transformó en aldea, con chozas para ermitaños, ermitañas y niños. Los críos
recibían, por cierto, una educación más que esmerada teniendo en cuenta la
época y el hecho de estar aislados en un lugar tan remoto. Posiblemente fueran
las necesidades inmediatas de una población abundante las que llevaron a
construir la herrería. Los votos de los ermitaños los convertían en
vegetarianos casi absolutos, y eso implica labrar la tierra necesaria para el
sustento de la comunidad. Y para tanto trabajo hacen falta herramientas.
Cuando estuve allí quien enseñaba la herrería
también trabajaba en ella. Con mono azul de faena y boina, acuclillado en el
suelo, daba forma a piezas que exponía y vendía. Sólidas, pesadas, arcaicas. Si
levanto los ojos del teclado puedo ver el recio candelabro que me traje. Por
cierto, pesa muchísimo.
Imágenes: http://www.elnortedecastilla.es/planes/201408/07/viaje-medievo-herreria-compludo-20140804195432.html
Para saber más:
Me has hecho sentir ese silencio que, a fuerza de profundo, resulta casi atemorizante porque, aunque la soledad sea completa, siempre se espera oír en el campo algún pájaro,las pisadas de algún animal, alguna cosa al menos. Por lo que cuentas bajar la empinada cuesta tuvo su premio.
ResponderEliminarUn abrazo
Nunca he vuelto a oír un silencio como aquel, Ambar. Gracias por tu comentario.
EliminarUn lugar mágico que precisa de una visita. Esperemos que no se convierta en un reclamo turístico y se estropee su encanto.
ResponderEliminarUn saludo
Ahora lo gestiona una empresa privada. Pero la magia dura más que las necedades, Carmen.
Eliminar