Abre la puerta y sube las escaleras. Sabe que ella está mirando desde la ventana de la
cocina, o quizá desde el salón. Mete la llave en la
cerradura. Deja las llaves en el cenicero y se quita el abrigo y las botas. Mateo duerme abrazado a su peluche y Sofía se
chupa el dedo agarrada a su manta. Los besa y sale de puntillas. Pone a hacer
café mientras busca el pijama. Saca las galletas y baja la persiana de la
cocina.
Mira la fecha
marcada en rojo en el calendario, otro año más, otro aniversario que recordar.
Abre la lata de las galletas y mientras se escucha el goteo de la cafetera en la cocina comienza a oler a desayuno. Todavía
no ha comenzado a amanecer, no tiene sueño y espera a que su madre se le una.
Sirve dos tazas, y cuando las va a poner sobre la mesa la escucha venir por el
pasillo.
Se sientan y se miran la una a la otra, con la taza
calentándoles las manos, por fin la
hija rompe el silencio:
- ¿Vas a ir ? - le pregunta como parte de un rito que se
repite desde hace años.
- Esta será la última vez - le dijo queriéndose convencer
a si misma de una decisión que había tomado.
La avenida había mejorado mucho, no así las calles
traseras. Pocas farolas, talleres, locales con el cartel de se alquila, algunas
pintadas, contenedores de basura. No tenía miedo, conocía bien la clínica
dental y aún se sentía un poco eufórica, sin dolor. El resto se convirtió en un
cómic oscuro, en una pesadilla, en irracional.
El hombre abarcó la calleja con la mirada y fue
directo a cortarle el paso: una amenaza, un echarse mano al bolsillo y un
empujón. Pero ella no cayó, ni pensó, ni sintió el dolor del navajazo. Le
empujó a su vez.
Demasiada basura fuera de los contenedores, y algo
que él no esperaba. Simplemente se desnucó contra el bordillo con un sonido
apagado. La llevaron a urgencias, le dieron puntos, un psicólogo habló con
ella. Nada más, Accidente. O defensa propia. O mala pata. Sí, fue. Sin miedo.
Como cada año. Y sin dentista.
Cuando alquilas un estudio aprendes muchas cosas. La
primera que el anuncio se ajusta poco a la realidad, excepto en el precio.
Ascensor, sí. Hasta el cuarto piso. Luego empiezan las escaleras empinadas.
Prohibido tener mascotas. Pero se oye un canario, un loro poco hablador y las
uñas de un perro feliz cada vez que su dueña regresa.
Más o menos, normal. Lo asombroso es cruzarse a
menudo con una anciana lo bastante ágil como para bajar la escalera con una
maceta entre las manos. La maceta varía: geranios, pensamientos. Saluda con una
sonrisa y sigue su camino. Resulta extraño que una mujer mayor viva en un
estudio, entre jóvenes de paso, universitarios, un músico clásico –el del loro
poco hablador- y en general, treinteañeros. Me provoca curiosidad. Tanta como
para jugar a Sherlock Holmes.
La seguí en un par de ocasiones pero la investigación fue
infructuosa: la primera vez se detuvo hablar con todas las personas que encontró en su camino y yo no disponía de tanto tiempo, por lo que apartando mi papel de detective volví a casa y a mis
deberes. La segunda ocasión se me escapo por unos metros al encontrarme en la
escalera a unos mormones muy amables. A la tercera que dicen va la vencida, me
quede vigilando por la mirilla hasta que pasó, entonces salí y con mi mejor
sonrisa le pregunte por aquello que me tenia comido el seso. Ella me miro con
sus pequeños y brillantes ojos y me invito a que la acompañara.
El barrio había sido mi lugar de juegos por lo que presumía
de conocerlo al dedillo y de toda la vida. Así lo pensé hasta que la buena
señora callejeando me llevo hasta un lugar escondido.
Abrió el candado con sumo cuidado y se guardó en el bolso
la cadena que cerraba la puerta, bajamos unas escaleras. Estaba oscuro, y un par
de veces estuve a punto de resbalarme por la humedad del lugar. Se escuchaba el
agua caer como si lloviera mansamente.
Cuando acabamos de bajar estábamos en un hermoso jardín subterráneo; la luz se filtraba a través de agujeros, allí estaban las plantas que le había
visto pasar y muchas más que fueron plantadas durante años. Plantó la que
llevaba, y con ternura fue hablando a cada una de ellas. Aquel lugar estaba
bajo la antigua cárcel: con el tiempo, gracias a la iniciativa de mi vecina, acabó convirtiéndose en el primer jardín
soterrado del país, al que pusieron su nombre por votación
popular y ayuda de quien escribe.
Ainhoa y Thorongil
Imagen propia bajo la misma licencia que el Blog.
Imagen propia bajo la misma licencia que el Blog.
Me gustaría hacer un comentario pero la verdad es que me he quedado sin palabras y solo puedo decir que me ha gustado muchísimo. Tenéis mucha imaginación y mucha originalidad y además una extraordinaria facilidad para crear el suspense y mantenerlo hasta la última linea.
ResponderEliminarBesos
Gracias Ambar es un gran comentario ya que se siente una orgullosa de escribir y saber que lo que quieres contar gusta. Un placer leerte buen finde y un abrazo.
Eliminar