La Marisma



El espectáculo había sido pregonado, clavado por escrito en las puertas de las iglesias para quienes supieran leer y repetido de viva voz en cada esquina. Un acto de penitencia y justicia adecuado en tiempos de Cuaresma. Dios nos juzgará un día, desnudos y culpables. Y sus tribunales en la tierra, clérigos y reyes, ejecutan las sentencias.

Subió renqueando las losas bien escuadradas de la calle de la Magdalena. Encorvado, vacilante, haciendo sonar su matraca. La humedad del río, tenaz y paciente, había vuelto a teñir de musgos tardíos y de verde la piedra, los ladrillos, las sombras. Apenas empezaba la tarde, pero la luz hacía rato que huyó del barrio, y del oeste soplaba un aire a lluvia huraña que no tardaría en desplomarse sobre sus cabezas.

Miraba el albañal mientras mecía como un necio la cabeza a uno y otro lado. Vestido de blanco sucio, vendadas las manos que aferraban un bastón de ciego, con una gasa sobre el rostro. Más vendajes embarrados le tapaban los pies que no hacían ningún ruido. Tropezó con la ronda, se agachó mientras le tiraban piedras rogando misericordia para llegar a la iglesia y los bendijo cuando dejaron de atormentarlo. Un rezagado volvió sobre sus pasos mientras sus compañeros entraban en el figón del Pez riéndose a carcajadas. Nunca lo encontraron, ni vivo ni muerto.

Llamó a la puerta del zaguán de lo que años antes fue la Posada de la Magdalena. Una vez dentro sacó de su zurrón otras ropas, y siguió a Juan Seisdedos hasta una puerta que parecía dar a una alacena. Dividida en dos partes, ahora la posada albergaba estudiantes pobres en lo que fueran alcobas –eso sí, de a cuatro por dormitorio- y pobres doncellas que tejían para ganar el pan y encontrar un casamiento honesto en la parte más modesta del inmueble. O así se pagaban los impuestos reales, y eso se decía con bastante respeto. No eran las Marismas de París un barrio para hacer bromas. Ya no.

El falso leproso tenía un aspecto muy distinto mientras subía las escaleras hasta la planta abuhardillada. Vestido de pardo, como un oficial cantero con su bolsa de herramientas. Había canas en la barba descuidada a propósito, y entre los tiesos mechones rebeldes de rubio que se escapaban bajo la capucha. Una niña salió a su encuentro con una linterna sorda entre las manos; se permitió una mirada y una sonrisa dedicada sólo a ella, mientras la doncella bajaba los ojos.

-Tuve una hija –dijo- Si aún vive será ya una matrona, mucho mayor que vos. Pero en mi último recuerdo se os parece, y por eso os he mirado.

No supo si se sentía aliviada o dolida. Le entregó la linterna y señaló el corredor sin decir palabra. Ni palabras ni respuestas, la vida es así de silenciosa. Llamó al llegar a la cortina. En su día, los justicias se habían llevado las puertas de roble y cuanto pudiera valer una moneda. En el nombre de la Madre se descorrió el paño pesado, recompuesto varias veces, cercano ya a apolillarse. Vestida de piadosa viuda, el ama dibujó una sonrisa amigable y remota.

-Todo está ya hecho –le dijo- Falta el ruido y el negocio, y de eso vamos a ocuparnos muchos esta noche. Habrá para todos: milagros, bolsas robadas, algunos ajustes de cuentas y un poco de justicia. Dicen que esta misma tarde se ha perdido un mozo de la guardia, por cierto.

-Se habrá equivocado de taberna.

-Eso creen los testigos que no han visto nada. Hoy eres mi hermano el cantero, y tenemos garantizado un buen lugar lo bastante cerca como para dominarlo todo.

El hombre sonrió a medias mientras ella sacaba de una vulgar alacena dos jarras y las llenaba de vino. Sin aguar. Y no de figón.

-Puede que sea lunes de cuaresma, hermano cantero, pero yo te absuelvo. Va a ser una noche larga. Ahora nos traerán algo caliente para comer. Una vez estemos fuera, no pruebes bocado: nada de lo que se venda o se reparta, en especial panecillos trenzados. Ni agua.

-Muy largo tenéis el brazo los de la Marisma, señora.
-Como si no supieras quienes somos. ¿Y vosotros? Tampoco os habrá sido fácil entrar y salir de la cárcel mejor guardada del reino.
-No ha sido barato –sacó de su morral de herramientas una bolsa- Ni lo habrá sido regar los haces de leña de manera que no  levanten sospecha, y pagar a un judío experto para calcular tiempo, mezcla de polvos de azufre y detalles. Aquí está el justo precio por lo que puede pagarse. Y mi palabra en nombre de los míos: cada problema que tengáis en las Marismas es también cosa nuestra.

-Dicen que hay tres ballesteros ocultos. ¿Es cierto?
-Por si todo falla, señora.
-Si todo sale bien, nos serían útiles esta noche. La guardia del rey, ya sabéis. Resulta desagradable para mis estudiantes, mis pupilas, y la paz en las calles.

-Habíamos pensado eso mismo: hombres de armas buscando pendencias. Muy poco cristiano en cuaresma.
Levantó la copa, sin apresuramiento. Sin ira visible. Dedicando al hombre su media sonrisa.
-En el nombre de la Madre.

Tocaban a vísperas las campanas de los agustinos cuando les abrieron paso hasta un estrado improvisado, y tres docenas de canteros cerraron filas en torno suyo formando una muralla de músculo y mazos. En las ejecuciones públicas y sonadas siempre era igual: lugares reservados, revoloteo de niños, codazos, pisotones, y negocio. Cortabolsas profesionales, dulces recién horneados, panecillos trenzados, agua fresca, ramilletes de hierbas para evitar el humo, el olor a carne quemada o los demonios que huían de los herejes retorcidos. Juegos de dados de tapadillo, porque era cuaresma. Apuestas sobre quien moriría antes. Dignísimas viudas enlutadas rezando a gritos, con tijeras y bolsas bajo las gruesas faldas para recoger cenizas, huesos, sangre coagulada, retales, cualquier cosa. Luego serían reliquias de mártires o materia prima para brujas, eso ya según se pujara. Hombres atraídos por tantas mujeres juntas y apretadas, buen lugar para escapar de la maldita cuaresma con novia, o con un rato de bromas, o con unos pellizcos y una bofetada. O con una puta disfrazada de doncella, que de todo cabe en una fiesta del rey y la iglesia.

-Cuaresma –le susurró el cantero a su hermana por aquella noche- Ya se han cerrado las tabernas. Y veo muchos que camuflan odres vendiendo vino.

-Milagros que Dios hace, hermano. Conste  que es vino del bueno sin aguar, como en las Bodas de Caná. Caro, aunque más caro va a ser el tumulto de borrachos de aquí  a  que termine la fiesta.

Murieron como mártires, emplazando a sus verdugos, sin sentir dolor por la gracia de Dios. El viento canalla se llevó el humo dejando ver un espectáculo perfecto, nadie pensaría que los troncos habían sido regados. Y con el toque de ánimas una luz blanca, deslumbrante y sobrenatural salió de las cenizas, recta hacia el cielo que llevaba  horas llorando. Dijeron que el rey hizo cerrar los postigos furioso como la hidra, esa bestia demoníaca.

El lunes de cuaresma, once de marzo, se recordó en los púlpitos de París por los desórdenes: robos, visionarios, tahúres, putas, ladrones de casas, borrachos y otras almas condenadas: las de los muchos que cayeron al Sena, y los tantos de la guardia del barrio de las Marismas que jamás fueron hallados ni vivos, ni muertos.




Nota: este cuento es la ‘segunda parte’ de 'Balanza’: os dejo el enlace porque han pasado años desde uno al otro. 


Comentarios

  1. Acabo de disfrutar esta parte y corro a leer la otra.

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  2. Gracias, Ambar: espero que también disfrutes.

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  3. Siempre leo con gusto tus relatos y nunca me dejas indiferente. Gracias.

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  4. Gracias a ti por la amabilidad y por estar tan atenta siempre.

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  5. Le dediqué este relato a Mariac, dándole las gracias por mostrarme París (de otra manera). Lamento muchísimo tener que añadir hoy 'In memoriam'.

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