La lista de los reyes godos.



iþ fauramaþljos þaiei weisun faura mis kauridedun þo managein jah nemun at im hlaibans jah wein jah nauhþanuh silubris sikle ·m·, jah skalkos ize fraujinodedun þizai managein; iþ ik ni tawida swa faura andwairþja agisis gudis.

(Nehemías 5, 15. Biblia de Wulfilas, el godo.)




A caballo no se sufre tanto lo gastadas y rotas que están las losas de la calzada romana. La que dicen que llevaba a las mismas puertas de Roma, la gran urbe. Ya no lleva a ninguna parte. A pie y en hábito de peregrino, destroza los pies. Hace mucho frío en la hora tercia de la festividad de san Blas, obispo de Sebaste. Otro obispo, y no santo, es ese viejo Julián toledano hijo de judíos conversos, sentado en su cátedra, dictando leyes implacables. Cierto que maté a Sisnando. En un combate limpio. Y como cristiano no maté a mi mujer, la repudié y dejé que se fuera a un convento. Son cosas que pasan cuando nunca estás en tu hacienda, sino sirviendo al rey. Bajo amenaza de excomunión me ha enviado el judío Julián obispo a Braga, porque no había lugar más lejano hasta las orillas del Mar Tenebroso. A postrarme ante la tumba de otro obispo, Martín de Dumio. Y ahora, si no me quedo sin suelas y descalzo, antes de que se apague el día llegaré a Pamplica junto al río Arlanzón, donde hay un monasterio de monjes negros con hospedería. Un peregrino no debe portar armas, pero bien llenos de lobos y bagaudas están estos montes. Y Julián no me ve.


Siempre  me han dejado tranquilo. El abad podría ser mi nieto, y los romanos educados respetan mucho a sus ancianos. Tengo una pequeña celda para mí solo, orientada a mediodía, con el muro apoyado contra la chimenea de las cocinas. Caliente en invierno, soleada en verano. Cuando rezo no les importa que sea en voz baja, de modo que ignoran en qué lengua lo hago. Recibo noticias. Menos cada vez, porque todos están muertos salvo mi sobrino Égica, que ya debe peinar canas. Por otra parte, un monasterio en un cruce de calzadas es muy visitado, y como conservo el oído, la vista y el apetito, me entero de todo.

Cuando llegué al convento el que entonces era abad me preguntó si sabía en verdad cuantos eran mis años. Lo sé, porque mi madre, la noble Ariberga, me dijo que cuando contaba yo siete y dejé de dormir con ella y sus sirvientas para morar en la cámara de los varones, pasó la Gran Estrella con larga cola, y muchos temieron el fin del mundo y hubo prodigios en todas las tierras. Más tarde, siendo ya rey yo mismo, supe que la Gran Estrella vuelve cada setenta y seis años, según habían escrito sabios caldeos. De modo que hoy, día de san Blas de Sebaste, hace ochenta y tres que mi madre me parió. Al abad le pareció algo maravilloso. Raro, pero no tanto entre nosotros los godos. Chindasvinto, que sucedió como rey a mi padre Tulga, murió bien cumplidos los noventa. Los romanos no duran tanto.

De hecho, cuando me hicieron monje quisiera o no, me pidieron que tomara un nuevo nombre, y elegí Blas. No sirvió de nada. Siguen llamándome Wamba. Venerable Wamba. O señor hermano Wamba. Un poco largo, pero a todo hay que acostumbrarse. Hay cosas que echo de menos, claro. Al hermano Rodherod, con el que podía hablar en nuestra lengua. Era joven todavía, pero se lo llevó el mal del costado. Con un poco de piadosa ayuda, desde que llegué aquí he aprendido  mucho sobre hierbas. Nunca quise ser rey. Se empeñaron, hice lo que pude y lo hice tan bien que el obispo metropolitano, Julián de Toledo, me apoyó hasta que decidí limitar los poderes de la iglesia. Los suyos. Entonces se las arregló para simular un síncope adecuado para un hombre de ochenta años como era yo; por ver si volvía en mí me dieron una pócima de retama, y cuando desperté me habían cortado el cabello, tonsurado y vestido de fraile para mortaja. Es decir, según nuestras leyes ya no podía reinar. Muy fino, el obispo Julián. Tan sabio como sólo puede serlo el nieto de un maestro herborista judío. Eso me recuerda que a mediodía me espera una conversación con el hermano Claudio, mientras secamos remedios para la enfermería.  El invierno está siendo crudo. Hay varios hombres que cuidar.


No me lo imaginaba así. Lo vi una vez en Toledo, siendo yo todavía niño. Entonces me pareció alto, imponente con la larga cabellera y la barba blancas, erguido a caballo, rojo el manto forrado de lobo; la mano grande saludando, azules los ojos. Mi madre ordenó a un sirviente que me aupara sobre sus hombros para que viera a mi abuelo y a mi padre cerca de él, armados, orgullosos gardingos del rey. El abad me ha recibido como peregrino, y me parece que se alegra de anunciar mi visita. El venerable disfruta acogiendo a nietos de conocidos. Un monjecillo muy joven dijo mi nombre y me invitó a pasar.

No se le ha encorvado la espalda. Sigue siendo alto, erguido. Tampoco me parece que tenga más arrugas que aquel lejano día de Toledo. Miré hacia atrás para comprobar que no había nadie. Puse la rodilla en tierra e incliné la cabeza. Su voz no la había oído nunca. Me estuvo observando antes de acertar con mi familia y los nombres de mi abuelo y mis padres. Mientras me ordenaba levantarme se me puso de punta el pelo de la nuca. Mi abuelo había muerto, mis padres envejecen cerca de Toledo, en la casa familiar. Mis hermanas están casadas, mi mujer es monja y yo purgo un pecado por orden del metropolitano Julián. No iba a contarle eso a menos que me preguntara directamente. Wamba es una leyenda, un cuento junto al fuego. Los cercanos al obispo Julián admiran oficialmente su prudencia al haber aceptado retirarse a un monasterio sin derramamiento de sangre; pero muchos más son los descontentos, los que hablan del obispo judío que ahoga la tierra cobrando impuestos injustos y beneficiando sin pudor a los suyos. Me senté según me indicaba, y mi asombro creció al darme cuenta de lo bien informado que está. No parecía rencoroso, ni ofendido. Quiso saber de mis padres y familiares, de las cosechas, de mi persona y mis intereses. Entonces creí que era el momento adecuado para abrir mi zurrón de peregrino y quitarle peso. Le entregué lo que mi abuelo me había dado para él, si podía enviárselo o alguna vez llegaba a estar en su presencia. Una copia del Libro Santo de Wulfilas, en nuestra lengua antigua. Sin tapas ni dorados, el pergamino cosido con guardas de cuero y nada más. Se rió con mucha gana, y me di cuenta de que sus arrugas eran de un hombre que ha reído más que fruncido el ceño. Me dio palmetadas en los hombros, contándome con cierta malicia lo que le gustaría a Julián el obispo echarle mano al códice y a quien lo portaba, para condenarlo por hereje y confiscar sus tierras. Se estaba divirtiendo y me contagió. Yo no soy hombre de muchas letras, y la guerra entre arrianos y católicos era para mí otro viejo cuento junto al fuego, nada más. Wamba me guiñó un ojo azul, y me aseguró que nadie buscaría un libro así en una casa de monjes negros que no sabían leer la vieja lengua. Me dio las gracias, me felicitó por la sagacidad de mi abuelo y la mía propia. Yo no había sido sagaz, pero había cargado a pie el peso y decidí que eso merecía un poco de elogio. 


Mi leal gardingo Wulfa era un hombre inteligente. Su hijo fue bien avisado, y el nieto Rodericus, trasladado su nombre a la lengua de los romanos, promete. Mató al amante de su mujer, pero ella, la noble Adalia, se retiró a un monasterio. Los romanos no saben nada de nosotros. En los viejos tiempos, cuando los hombres salían cada año al mar, las mujeres gobernaban las haciendas, ceñían espada, e invitaban si querían a hombres para pasar el invierno. También nuestros padres tenían mujeres en las tierras que visitaban. Sí, ya lo sé. Eran paganos. ¿Qué significa eso? Que había menos leyes absurdas, ningún obispo diciendo qué hay que hacer. Ya sabíamos qué hay que hacer. Cuando el esposo regresaba del mar, si regresaba cargado de riquezas e historias nuevas, alababa a su mujer por el buen gobierno. Ninguno preguntaba lo que no hay que preguntar. Algún marido traía una criatura morena o distinta. Y la mujer podía haber presentado un hijo suyo. Ni el hijo del mar ni el de la tierra eran extraños. No heredarían la granja, la granja la heredaban las hijas. Pero así era el mundo, tranquilo a medias en ese sentido. En otros, cierto es, tirábamos de espada por una ofensa. Como los romanos. Pero no nos inventábamos los pleitos. Ellos, sí.


Le dije al joven Rodericus que tenía licencia para invitarlo a cenar en mi celda. Antes fui a Completas, soy monje y no voy a deshonrar el monasterio. Luego mi amigo Claudio el herborista hizo traer buenos platos por decoro al peregrino fatigado y al frío de cuchillos que asediaba la casa. Y buen vino. Hablamos mucho, nos reímos mucho, y dormimos bien calientes. Al alba le rogué al abad que le diera calzado nuevo al peregrino, y lo consintió de muy buen grado. Me despedí de él. Cuando regrese volverá a pasar por esta casa. Y entonces tendré preparadas un par de sorpresas para él. Me soplo los dedos y los acerco al muro caliente antes de comenzar a escribir cartas. Es inútil añorar el pasado. Todavía puedo valerme, hoy.





Para saber más: https://caminandoporlahistoria.com/wamba-el-rey-visigodo/

La lengua visigoda



Imagen propia, bajo la misma licencia que el blog.




Comentarios

  1. Una reflexión profunda. Un relato muy bien contado, qué barbaridad, que buena la forma de entrar en la piel del personaje y describir. Me ha encantado.
    Besos :D

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias por el comentario,Margarita HP. En mi favor o en mi descargo hay que decir que soy medievalista. Sin lo uno ni lo otro, mis favoritos son los personajes que en apariencia nunca importaron nada.

    ResponderEliminar
  3. Muy bueno, compadre! Me ha gustado mucho :)

    ResponderEliminar
  4. Gracias. Hubiera apostado a que os gustaría XD.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario