La Encomienda de York es negra y vieja, teniéndose
apenas contra un cielo en el que nunca calienta el sol. Vieja como los romanos
que la levantaron. Y mal rematada. Quienes labraron sin saber de Roma han rehecho la obra con piedras que rezuman
humedades, crían verdín, hacen enfermar a hombres recios y tienen a los
hermanos cocineros dándose al diablo: en sus mohosas alacenas, todo se pudre. Orgullosa
y alta, eso sí. Inútil, también.
El comendador no es hombre de trato fácil. Veterano
de Tierra Santa, rezador, severo, de pocas letras, duro. Un administrador
eficaz auxiliado por contadores muy leídos. Amo de la Casa. Guillermo de Jaca
inclina la cabeza ante él, componiendo un gesto humilde. Y no saca de su bolsa
terciada los pergaminos. Como si no existieran. Antes, en el corredor de
acceso, le ha dado un golpe de advertencia a Jaume Bonastruc. Cállate.
─Bienvenidos, gentiles y buenos hermanos ─suena como
el eco del vacío, sin interés y sin vida─ Creo que traéis orden de llevaros a
Johan Islandés para ser juzgado. No me complace la idea.
─Traigo
órdenes, mi señor comendador. Obedezco.
─Mostrádmelas.
Se las muestra. Sin levantar los ojos del suelo,
atento a la punta de sus botas embarradas. Ratón, Bonastruc de Gerona, susurra
tan quedo como una mosca discreta:
─A este lo devolvieron de Tierra Santa por ser hijo
de noble y tonto de baba.
Guillermo tose estruendosamente, agacha aún más la
humillada cabeza, enrojece.
─Disculpad, mi señor. No suele afectarme el frío,
llevo años en Londinium, Londres.
─ ¿Londres? Eso sí es humedad, no te disculpes.
Veamos. Obedezco, os lleváis a ese loco. Pero primero cenemos, y lo veis. Es
hombre al que hay que llevarse aherrojado. Un bravo. No sé qué pensaba el maestro que lo recibió.
El refectorio humea con estufas de carbón y la
chimenea rebosando leña mojada. En silencio entran todos, cada quien a su lugar
y los huéspedes junto al comendador en la cabecera. Al final de las mesas, en
el suelo, un hombre tiende su manto y se sienta sobre él, como un perro que
espera. Cuando se ha servido a todos, sigue esperando. Ratón respira hondo, y
se le sale el aire del codazo que vuelve a darle su compañero. Guillermo
carraspea.
─Mi señor comendador, entiendo que Jaume y yo somos
vuestros huéspedes.
─Entiendes bien.
─En tal caso, con ese derecho cedemos nuestra ración
al penitente: si tenemos que llevárnoslo, mejor comido que hambriento.
─Sensato, caballeros. Vuestra ración. Yo no estoy de
acuerdo. Mejor débil que bravo. Pero es la regla, obedezco. Dos raciones de
comida y vino. Vosotros ayunáis.
─Así hacemos penitencia, mi señor ─Ratón compone una
sonrisa angélica─ Y Dios y Nuestra Señora saben que ayudamos a un hermano.
No cabe disputa en frase tan piadosa. Más tarde se
escenifica quitar los grillos al prisionero, entregarlo a sus custodios y
acompañarlos a la puerta de la Encomienda de noche cerrada, con un frío de
cellisca y las bendiciones del comendador. A pie lo habían traído, de modo que
a pie se iría. Dos caballos para tres. Mientras se alejan marcando huellas
sobre la nieve van serios, en fila, tranquilos. En cuanto pierden de vista los
muros enmohecidos giran al oeste, hasta dar en una granja ya prevenida con su
pajar caliente, hospitalidad pagada y
benevolencia de aldeanos que nada temen de ellos y nada saben del asunto.
Ratón es un buen intendente. Busca a los anfitriones
por hacer el pago, recoger provisiones y un caballo percherón, afinar detalles.
Mientras, Guillermo le tiende a su amigo un odre de vino.
─Te enviaron a un trámite simple, Ari Eirson. Dios
sabe que no eres ningún necio.
─Puede. Gracias por darme de comer. Y aquí me llaman
Johan.
─ ¿Qué ha pasado?
─Que en vez de romperle la cabeza a un imbécil
hermano embestí un muro. Ya has visto la casa de York, vieja de romanos, se cae
de húmeda. Cedió la pared, salió algo interesante y el comendador me puso en el
cepo.
─Déjame ver.
─No me he roto nada.
─Tienes hinchada la mano.
─Hinchada la tiene el comendador. Una arqueta que
alguien enterró porque tal vez mis antepasados venían a saquear. Bonito cofre,
y bonitos sueldos de oro. De los que ya valían poco, pero valían. Con su pan se
lo coma. Sueldos áureos del emperador Magnus, acuñados en Londinium. Soy
descendiente de vikingos. Se de monedas y pesos más que todos esos letrados. A
ojo, había unas doscientas. Puede que más.
─El muro, Ari. Hablamos de monedas. ¿Qué te hizo
enfadar?
─Admito que no crean muchas cosas ─se frotó la mano
entumecida─ Hay un refrán para eso.
─Quien nunca ha movido el culo no tiene ojos
─asintió Guillermo─ Por lo que he visto del comendador ha movido el culo y ha
pateado Tierra Santa, pero sigue sin ver.
─Preguntó y le respondí. Me llamó mentiroso.
─Y entonces tiraste el muro.
─La pared se cayó sola, del empujón. Cualquier día
se cae la casa con todos dentro. Y ahora, ¿qué?
─Nada. Déjamelo a mí. Tengo que saber qué contaste,
Ari.
─La verdad. Que el noble y santo Sigurd, rey de Noruega, acudió a
la cruzada. A la primera de ellas, cuando acababa el pasado siglo. Estuvo en tu
país, venerando la tumba de Santiago y hablando con reyes y señores. Juntó
muchos de los nuestros, barcos y lo demás, desembarcó en Acre y ayudó en todo
lo que pudo. Estuvo en Jerusalén, y trató con el rey Balduíno y con algunos
hombres que ya estaban allí, como Hugo y otros. De regreso paró en la corte de
Constantinopla, fue huésped del basileus Alejo, y regresó a Noruega con una
reliquia que ahora está en la catedral de Nidaros, o Trondheim como la llamamos,
junto a la tumba del santo Olaf. Hay sagas sobre todo eso, Guillermo.
Verdaderas. Y ese comesobras me llamó embustero. El padre de mi abuela fue en
esa tropa, Wulf de Islandia.
─Me vas a contar esas sagas, Ari. Mientras volvemos
a Londres.
─Creen lo que escribieron los romanos hace mil años,
y no lo que pasó anteayer.
─Cálmate. Lo que pasó hace mil años no los obliga a
nada. Es fácil de creer.
─No tengo que aguantar que me llamen mentiroso.
─Déjamelo a mí ─insistió.
─A ver cómo te las ingenias. He roto un muro. Dañar
propiedades de la Casa.
─Quédate tranquilo. Y saca el par de sueldos que sin
duda distrajiste como prueba.
Ratón entró cerrando tras él el portón del pajar que
temblaba azotado por la cellisca. Abrió el manto, riéndose.
─Nosotros no hemos cenado. Bonitos pleitos tienen
los donados contra el comendador. Una historia muy poco edificante. Y sólida.
De esta por fin nos envían a Tierra Santa, Ari.
─Qué ganas de morir tienes ─gruñó.
─Estoy harto de hacer copias y cuentas, los catalanes
somos buenos contables, dicen. Quiero ver Jerusalén. Y contarlo.
─Estambul es mejor ─aseguró Ari─ Pero allí no nos
van a enviar. Si es que no nos dejan en
una mazmorra.
─Un comendador ha escondido dinero romano ─Guillermo
les sonrió.
─ ¿Porque se cayó un viejo muro? ─Eso
suena a calabozo.
─No, si Dios lo quiere.
Ratón sacudió la cabeza repartiendo pan, queso y
vino.
─ ¿Y si no?
─No conocéis a quien ha llegado a Londres. Uno de
tus tierras, Jaume. Arnau de Torroja. La suerte de cara. Comamos y descansemos.
De aquí hasta que lleguemos tenemos que contar una sola historia, con todo
detalle. Ari, a ver una de esas monedas del comendador de York.
─Sueldos áureos del emperador Magnus, ya te lo he
dicho. Cuando vuestros abuelos arreaban ovejas los míos salían a vikingo.
─Pero no sabían latín.
─Mira, Guillermo…
─Miro, eso hago ─acercó la moneda a la linterna
sorda bien protegida para no incendiar el pajar─ Es del emperador Magnus, como dijiste. Un
sueldo bien medido.
─Los enterraban antes de escapar, casi siempre en
tumbas, para volver a por ellos si tenían suerte ─Ari ladeó la cabeza─ Estos no volvieron, nadie
podría decir cuál fue su final.
─Pero sí su principio. Lleva la marca augusta, el
poco oro que se sacó de Britania del sur. Acuñadas en la ceca de Londinium.
─ ¿Y?
─Y dormiremos calientes, hoy.
─Y el comendador enviará cartas a Londres.
─Llegaremos antes, si es que las envía.
Llegaron antes. Con suerte. Primero fue contarlo
todo en capítulo. Luego ser apartados, para que el juicio de la Casa fuera
honesto. Ricardo de Hastings era hombre ponderado, dispuesto a escuchar y
atender a cada versión de los hechos. Un normando cabal. Miró muy bien las marcas
de latigazos en la espalda de Ari. Y como era viejo, y prudente, preguntó ante
todo el convento. Supo que el encausado había cedido a la ira, y por eso se
arrepentía mucho, aunque mejor embestir un muro que matar a un hermano. Cierto
era. Mejor una pared que descalabrar a un hombre. Y preguntó:
─Muy mala consejera es la ira, hermano, y ante todos
te has arrepentido. Ya te castigaron, sobradamente. Y ahora, te ordeno, dinos
qué pasó cuando la pared se vino abajo.
Guillermo de Jaca no quitaba ojo del invitado, Arnau
de Torroja. Y de otro hombre que estaba detrás, alto, flaco, moreno de ojos y
cabello, con pómulos de águila. Algunas veces todo sucede demasiado deprisa. El
maestre de Inglaterra los requería en privado. Entraron en tromba a asearse,
con Ari ladeando la cabeza.
─De esta la jodemos, Guillermo.
─Déjamelo a mí.
Los ojos azules del hombre que le sacaba una cabeza
de alto, y al menos dos de ancho, bajaron a mirarlo.
─No sé qué decir, Guillermo.
─La verdad. Interpretarla es cosa mía.
─Qué mal destino dais los dos ─Ratón se calzaba,
todavía humeando agua caliente y muy bien lavado, para no ofender al Maestro de
Inglaterra─ Los vulgares siempre pagamos el pato.
─Cállate, Ratón. Cállate. Cierra la bocaza
─Guillermo le sonreía─ Por favor.
Todo quedó demostrado. Que el hermano Ari Islandés
se había enfadado, pidió perdón por su ira, echó abajo un muro viejo. Que tras
el muro los romanos habían guardado sus dineros, gente pagana pero en su buen
juicio. Que el comendador de la Casa de York castigó de más a un hombre por
decir la verdad, y guardó las monedas halladas sin escribir que lo que se
encuentra en la Casa es de la Casa. Que los tres hermanos, Jaume Bonastruc,
Guillermo de Jaca y Ari Islandés habían servido bien (con algunas rarezas, pero
sin deshonra) y Arnau de Torroja fiaba por ellos, como el maestre Richard, y
serían de muy buen servicio en Tierra Santa. Ari iba en el mismo grupo, porque
no habiendo islandeses en la Orden, se sumaba a sus amigos, sin lengua propia.
Una vez escuchado todo, hechas las despedidas y regresando a dormir, Ratón
seguía ladeando la cabeza.
─Sólo se envía a Tierra Santa a los necios o a los
sabios. A ver qué somos.
─Igual da ─Ari se encogió de hombros─ Según mis
antepasados, la hebra del destino se teje desde que nacemos, y todos morimos un
día. ¿Para qué preocuparse?
Tras los muros del Temple de Londres empezaban a
encenderse luces. Las únicas luces que podían verse. Maitines. La niebla subía
desde el río, blanca y poderosa. Apretaron el paso. Cruzada la puerta, bajada
la capucha, sumándose a la fila doble de hombres. Los que viven dan calor. Las
velas iluminan. Un montón de cuerpos en una capilla vuelven el mundo ordenado,
caliente, seguro. Cantamos. Cantamos mirando la tronera que apunta al este.
Cantamos para que el sol salga, para que Nuestra Señora sosiegue nuestra alma,
para que cada día tenga sentido. Cantamos.
https://www.labrujulaverde.com/2017/12/sigurd-i-de-noruega-el-vikingo-que-fue-a-la-primera-cruzada
http://www.gallimard.fr/Catalogue/GALLIMARD/La-Suite-des-temps/La-Vie-des-Templiers
Para curios@s, dos "postcuelas" de la historia:
http://todoloquetienenombrexiste.blogspot.com.es/2014/07/calzadas-y-aguas-i.html
http://todoloquetienenombrexiste.blogspot.com.es/2014/07/calzadas-y-aguas-ii.html
Imagen propia, bajo la misma licencia que el blog.
Época de luchas y miedos, afrentas y escarmientos. Me ha encantado el texto Guille. Te absorve. ¡Besos! :D
ResponderEliminarGracias, Margarita. Por leerlo, y por comentar. Buena semana.
ResponderEliminarTiempos duros donde sólo los fuertes y los listos sobrevivían. Me ha gustado mucho el relato.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias, Ambar. Buena semana (lo que queda de ella XD)
ResponderEliminarUna historia que abre muchas puertas, muy bien escrita.
ResponderEliminarEscrita (la "postcuela") a cuatro manos. Gracias, Ainhoa .
ResponderEliminar